MIS VECINOS

Al entrar en mi portería lo primero que me encuentro son seis escalones, una puerta verde y otros tres escalones. Entonces ahí, por el rellano anda siempre Juan, el portero, un hombre entrañable que escucha música clásica, lee tochos forrados con hojas de revista y que siempre me dice que abrigue a mi hija, que en Madrid hace mucho frío. Normalmente al entrar casi siempre me cruzo con la vecina del primero, una mujer mayor con media melena blanca que saca a pasear a su perro veinte o veinticinco veces al día. El caso que nunca la he visto sin él.

Entre que pico y espero al ascensor suelo ver a más personas porque en la planta baja hay una consulta de psicólogos y psiquiatras y hay un tráfico de clientes increíble. Yo al principio tenía una gran curiosidad por saber qué había ahí, porque a veces veía entrar y salir adolescentes con cara de agobio acompañados de sus padres, mujeres maduras o incluso niños. Entonces, como buena vecina cotilla, le pregunté al portero. Y él, como buen portero, me lo comentó. “Y abajo hay un estudio de arquitectura”, añadió como información adicional. ¡Anda! Otro misterio desvelado. Del sótano veo yo subir y bajar gente joven, moderna y guapa y sobradamente preparada que más de una vez me han ayudado a subir el cochecito de la niña por las escaleras.

Bien, cojo el ascensor con una chica. “¿Tu vives en el 5º, no?”, me dice. Pues sí. “Es que veo la cuna de tu hija desde mi comedor y la ropita tendida”, se excusa ante mi cara de sorpresa. “Para cualquier cosa estoy en el piso de arriba”, se despide. Y entro en casa. Desde mi cocina veo la cocina de la vecina de enfrente, una mujer muy mayor que suele estar acompañada por una asistenta. Una noche fuimos a pedirle huevos y tuvimos que picar tres veces y explicar que éramos los de delante para que nos abriera la puerta y cuando vio que solo queríamos dos huevos y no robarle se le abrió el cielo.

Al lado tengo a Sol y Julián, mis vecinos favoritos. Ella es encantadora –con ese nombre no se puede ser mala persona- y habla muy rápido. Él es más tranquilo pero igual de encantador. Ya les hemos invitado a cenar. Y luego delante tengo a otra mujer mayor –hay cuatro casas por rellano- que el otro día me esperaba con un palo de escoba en sa puerta porque me había dejado la mía abierta y quería avisarme y defenderme si hacía falta. Ella estaba en guardia mientras yo, tan tranquila, paseaba con el parque con la puerta de mi casa abierta.

Me gusta entrar en la portería y hablar del tiempo, de las obras de la calle o de la crisis. Y ver bajar al presidente con sus mellizas, al chaval del cuarto con su melena despeinada o al vecino de los dos perros que ladran por la noche. Con vecinos así mola salir de casa, aunque solo sea para salir y volver a entrar.